Desde ese día todos se empezaron a burlar de Alfredito.
Él se escapa de su casa para irse a jugar maquinitas a la tienda de la vuelta.
Era el jefe de los videojuegos en la cuadra y no había quien le ganara.
Su táctica era sencilla: atacar sin dejar de golpear al contrincante.
Tenía una buena velocidad en los dedos debido a la práctica de horas que había requerido para llegar a ese nivel.
Entre los vecinos era conocido como el rey del Mortal Kombat. Pocos se atrevían a desafiarlo.
Ni siquiera el hijo del dueño de la tienda podía derrotarlo.
Era mucho el dinero que dedicaba a aquella tarea.
Las monedas que depositaba para poder jugar, las sacaba a escondidas de la alcancía de su mamá.
Ella lo venía sospechando: cada vez tenía menos monedas, siendo que cada día echaba más al marranito.
Pero Alfredito no pensaba en eso cuando conseguía las monedas.
Simplemente las sacaba.
Lo hacía con un cuchillo abriendo el hueco de la alcancía, antes de salir a la calle e irse a la tienda.
Hasta ese día.
Muy temprano llegó.
Ya había derrotado a la mayoría de sus rivales.
Uno a uno habían caído y Alfredito se ufanaba de cada victoria.
No había contendor.
Solo quedaba el último combate.
Pero la suerte no estuvo aquella vez de su parte.
Y en el momento que batía un nuevo record, no supo cómo celebrar, y en vez de levantar los brazos, solo pudo contraer el cuerpo y agacharse hasta el piso y salir a correr.
Los vecinos de la cuadra empezaron a gritar y a chiflar.
No era para menos.
El rey del Mortal Kombat salía despavorido como un loco, subiéndose los pantalones y doblando el cuerpo hacia delante para evitar los golpes.
Acorralado, corrió pegado a la pared del andén.
Su mamá lo podía alcanzar con el palo de la escoba y nadie, ahí sí, lo podía rescatar.
Era el fin de la aventura.
Game over.