jueves, 26 de junio de 2008

Microcuento


Montonera

(1)
Era una mujer de tetas grandes
No sé si tenía un culo gigante, el abdomen plano, los ojos preciosos o los dientes perfectos.
No sé.
Apenas me acuerdo que se subió en la estación de la 32 y que
yo escuchaba música en mi walkman.
Había sobre cupo.
Todo el mundo se empujaba.
Yo iba colgado del tubo horizontal que ponen para que uno se coja de ahí y no se caiga.
Era las cinco de la tarde.
Al bus no le cabía un par de tetas más.
Pero esas eran las últimas que cabían.

(2)
Quedamos pegaditos.
Ella con sus magníficas tetas pegadas a mi espalda,
apoyadas en mi columna.

(3)
Me sorprendió, o me sorprendieron.
Cada teta a lado y lado.
Qué duras eran y,
a las vez qué suaves.
Las imaginé deliciosas.
De pezón café claro.

(4)
Fue un momento sugestivo:
La gente empujaba,
el bus saltaba
y sus tetas se encaramaban más sobre mí.
Eran las tetas mejor imaginadas de toda mi vida.
Redondas, paradas, tensas.
¿Serían operadas?, pensaba después.
Era como un masaje para ese eterno dolor de espalda
que llevo desde hace años a cuestas (o, a espaldas).

(5)
Creería que fue intencional.
Sabía lo que hacía.
Y su propósito se daba.
¿Quién la besaría cuando llegara a casa?
¿Quién miraría sus tetas y se desgarraría en besos?
Quisiera ser yo.
Sin importar su cara, sus manos, sus hombros.
Quisiera ser yo.
De espaldas, sobre la cama.
Ella sobre mí, acariciándome con sus tetas,
con sus pezones suaves,
rozándome lo brazos.
Quisiera ser yo.

(6)
Volviendo en sí,
mientras el bus hace su parada en la siguiente estación,
en la de la 39,
y la gente empieza a salir
y el contacto con ella se empieza a perder,
con el tumulto, con los empujones,
mientras estoy de espaldas
y tardo en reaccionar para dar vuelta
y saber quién era la portadora de aquellas fulgurantes tetas,
que construyeron una corta armonía de estación a estación,
que me dejaron atónito y enamorado
por el resto del camino
contento y feliz.

(7)
Finalmente no supe quién era.
Bajó del bus,
pero no importó.
Se fue y ya
y el bus quedó como vacío,
sin las tetas que tanto apretujaban,
sumido en un silencio palpitante,
con las ventanas abiertas
y el aire entrando frío,
fresco.