1.
Me bajé en el paradero. Caminé. Llegué al parque, ese que es grande, que tiene cancha de fútbol y que me dijo ella, es peligroso de noche. Por su puesto, pasé por el bar donde probé por primera vez el caipirinha. Lo miré de reojo, esbocé una sonrisa y si soy sincero, una lágrima. Obvio, aunque jé, qué delicia de caipirinha. Seguí caminando. Nada rápido, solamente despacio. Sin prisas. Confiaba en dejar el Tic en la portería con una nota de despedida (¡esta es mi canción de despedida!, le canté alguna vez, paradójicamente). Llegué a la esquina y me puse a pensar. Medité la cosa. Hice una especie de DOFA (qué porquería. Pido dispculpas por lo que acabo de escribir). Saqué las ventajas y desventajas y al final concluí. Me compré una empanada, le heché ají y me regresé al paradero. Esta vez no miré nada. Me recriminé mientras pasaba por el parque. Era la cuarta o quinta vez que me pasaba lo mismo, que me arrepentía, que me quedaba ahí pasmado en la portería sin llegar a nada. PELIGRO. Miré el reloj. Ya era tarde. Corría el riesgo de encontrármela. Metí el Tic en la maleta y voté la nota con la despedida. Me subí al bus, llegué a mi casa y dejé el libro en la biblioteca. Me acosté, jurando que no lo volvería a hacer así fuera una total mentira. Lo más seguro es que hubiera una sexta o séptima vez, con flores incluidas y nota de despedida, siempre pensando que esta vez si habría de llegar hasta la portería con toda la decisión del caso.