lunes, 29 de septiembre de 2008

Microcuento


El Infiltrado

Un amigo mío, periodista deportivo que trabajaba en la televisión, me invitó a un partido de fútbol que tenía que jugar con otros de sus colegas. Cuando nos encontramos me dijo, primero lo miran a uno mal, pero luego uno se acostumbra. Al llegar a la cancha donde se disputaría el partido, mi amigo se encontró con sus amigos que también trabajaban en la televisión. A la mayoría los había visto alguna vez desde que estaba chiquito, cuando miraba tele con mi papá en la sala de mi casa. Había desde simples reporteros y practicantes, hasta presentadores, comentaristas y narradores estrella de las transmisiones deportivas que pasaban a cada rato por los canales nacionales. Uno a uno saludaban a mi amigo y le preguntaban quién era yo. Él les respondía que era un amigo de la universidad que había invitado para reforzar al equipo. Cada quien me saludó, hola, qué tal, mucho gusto, Tomás, les decía y pasaban de largo hasta los camerinos. Mi amigo me dijo que también teníamos que ir a cambiarnos. El camerino era pequeño. Apenas podíamos movernos. La mayoría ya se habían desvestido y echaban chistes antes de ponerse el uniforme que los identificaba como el equipo de los periodistas deportivos. Algunos hacían comentarios sueltos sobre los hijos, la novia, o la moza; Otros hablaban sobre tal jugador, tal jugada, o tal partido, que habían dado la semana pasada. Sin saber qué hacer, qué decir o cómo actuar, me puse el uniforme que mi amigo me lanzó para que me lo pusiera rápido. Todos ya estaban listos. Algunos empezaron a salir caminando, corriendo o, hablando con el compañero alguna tontería directo a la cancha. Mi amigo me dijo que me esperaba afuera allá para calentar un poco antes de iniciar el partido. Yo le dije que sí y me cambié rápido. Salí pronto, advirtiendo que casi me caigo por el pasillo cuando tropecé con un balón que habían dejado por ahí. Creo que en ese momento alguien me gritó que caminara rápido porque el otro equipo ya estaba calentando. Yo me acomodé, miré si alguien me había visto y continué corriendo con más cuidado. Cuando entré a la cancha no había nadie. Solamente me di cuenta que habían dejado muchos televisores encendidos, distribuidos alrededor del campo, con la imagen de un plano general de la cancha. Al único que vi fue a mi amigo que estaba parado en una de las porterías, señalándome con el dedo y diciéndome que me acercara a él. Yo le hice caso y corrí, un tanto incómodo porque los guayos que llevaba puestos me quedaban apretados. Yo le pregunté qué pasaba y el me respondió con otra pregunta, ¿cara o sello? Me quedé en silencio un rato y le dije, sello. Él lanzó la moneda y cayó cara. Escojo la portería, dijo. Entonces tomé el balón y me dirigí al centro de la cancha. Miré a los lados y escuché los comentarios de los periodistas deportivos que había visto antes en el camerino. Algunos opinaban sobre cómo sería el partido próximo a disputarse y en qué condiciones llegaban los jugadores para asumir el compromiso. No les puse cuidado a lo que decían. Yo sólo esperaba la orden de mi amigo para mover el balón. Lo miré a los ojos. Y en el momento en que cogió el silbato y se lo llevó a la boca para dar el pitazo inicial, mis manos cogieron el control y presionaron la tecla channel rápidamente antes de que iniciara el partido y los periodistas deportivos empezaran con la perorarata que dicen siempre. Todo se silenció y no vi a nadie ya. Sólo sentí el roce del sofá de mi casa, para darme cuenta que estaba sentado frente al televisor del cuarto de mis papás. En el monitor aparecían las alineaciones del Manchester United y el Chelsea, y veía que los hinchas cantaban el himno de la Champions League. Entonces respiré profundo.
Sentí admiración propia por haber cumplido la misión. Sé que muchos estuvieron agradecidos, por haber dejado encerrados a los amigos de mi amigo en un canal que ningún servicio de cable podría correr el riesgo alguna vez de poder sintonizar.